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La pérgola

Catalina tuvo una jornada intensa de trabajo. Cuando entró en su casa y vio la cama sin tender, ropa por todos lados y la mesa colmada de papeles y libros, se dio cuenta de que hacía unos días no prestaba atención a los quehaceres.

Últimamente, se levantaba muy temprano y volvía muy tarde. Pero la satisfacción era tanta, que todo lo demás quedaba atrás.

Las excavaciones venían siendo un éxito, y los resultados eran óptimos.

Al fin estaba haciendo lo que tanto le gustaba: trabajando como arqueóloga.

El noticiero de la mañana había anunciado que había probabilidades para la noche de lluvia. Y aunque el cielo estaba vestido de un rojo intenso, todavía no llovía.

Ella abrió el ventanal del comedor para airear un poco, y sus fosas nasales se inundaron con el aroma a lluvia. Respiró profundamente y se rio porque recordó una frase que le decía su abuela: “La lluvia todo lo cambia. Todo lo transforma. Algo nuevo está por venir”.

Acomodó un poco las hojas, lápices y libros sobre la mesa para poder apoyar el plato de comida cuando lo sacara del microondas. Se detuvo a mirar sus uñas negras: los restos de tierra que traía de los bosques de Palermo resaltaban en las hojas blancas de los apuntes.

Dejo las hojas a un lado, y mientras se observaba las manos pensaba que esa tierra dividía el presente con el pasado, y ambos tiempos se encontraban metidos entre la cutícula de la piel.

Ese día había estado rodeada de cerámicas y vidrios rotos, que la presión del suelo había dejado inmóviles como huesos gastados.

Después de mucho tiempo enviando currículos para distintos proyectos, sin tener éxito, este trabajo había llegado de la mano de su primo. Un día, en una reunión familiar, él le brindó el contacto de una persona que estaba formando un grupo para realizar excavaciones en los bosques de Palermo, con el objetivo de conocer la historia del Café de Hansen.

Y se embarcó en ese proyecto que tanto había esperado, para conocer la historia de aquellas personas que deambularon por ese piso que ella excavaría.

Su trabajo era sentarse en el pasto fresco que la mañana humedece, observar, tocar y delimitar lo que iba a investigar. El perímetro la transporta a otro tiempo, con historias de amor, tangos música y guapos.

Comió lentamente extrañando a su abuela. Quería contarle lo que estaba haciendo y dejar que ella le relatase las historias de ese café. Las historias del tango, las historias de los mitos y las leyendas que se sucedieron en torno a él. Y con ese recuerdo se recostó en el sillón.

Asombrados de la mística de ese ambiente de tango, los ojos de una Catalina de antaño deambulaban de un lado a otro. Ella no podía creer la majestuosidad de esos bosques y los lagos que adornaban el terreno del café.

Era otro mundo, uno muy diferente al suyo, un mundo al que jamás imaginó llegar. Pero ahí estaba, parada frente a Lo de Hansen. Catalina tenía el don del canto. Y todas las noches, antes de subir al escenario, observada todo, buscaba inspiración en ese mundo que sería suyo durante unas horas y esperaba ansiosa ver a aquel hombre sentado a la misma mesa. Un hombre que sacaba lo mejor de ella. No lo veía siempre, hoy quería que eso cambiara.

En medio del bullicio, ella salió al pequeño escenario que improvisaron para que la pudieran ver desde atrás. Pero nadie le prestaba atención. Catalina cantaba los tangos como si fuera la última vez, y nadie parecía notarlo. A ella esos shows le servían, porque con el poco dinero que ganaba ayudaba a su familia. Mientras cantaba, miraba el salón, extendía el brazo cuando alguna nota lo pedía, inspiraba para alargar las vocales, y no lo veía. Ese hombre no estaba.

Al finalizar un tema, escuchó aplausos. Se dio vuelta para tomar agua y continuar con la próxima canción y, cuando volvió al micrófono, ahí lo vio: se había sentado muy cerca. La observaba. En una mano tenía un cigarrillo y en la otra un vaso de whisky.

El show terminó, ella se despidió y se fue.

Recién había salido por la puerta trasera de la gran casona, cuando escuchó que alguien chistaba. Con miedo empezó a caminar más rápido, hasta que ese alguien la tomo por el brazo y la dio vuelta con suavidad para que desacelerara.

Ya caía el alba en esas calles de tierra.

No se asuste ―dijo él, soltándole el brazo y haciendo un gesto de disculpa―. Me llamo Basilio. No ha sido mi intención ser tan imprudente. Quería charlar con usted. Me gusta su voz y la manera en que canta los tangos.

Catalina se quedó mirando los ojos de Basilio: eran dos esmeraldas talladas.

―No es nada ―balbuceó―. No es fácil caminar por estos lugares.

―Si no le molesta quisiera acompañarla.

―Será un placer ―dijo tímidamente―. Es bueno tener compañía a estas horas.

― ¿Cómo se llama usted?

―Me llamo Catalina.

Entre modestas miradas y voces temblorosas cada uno habló un poquito de sí mismo. Caminaron bajo la pérgola, los primeros rayos de sol encendían la viga tallada.

Catalina le contó que vivía con su mamá y una hermanita, que no continuó sus estudios porque su mamá enfermó y no pudo seguir trabajando, y por eso cantaba en Lo de Hansen.

Llegaron a la casa, en las afueras del centro porteño. Se detuvieron frente a la humilde puerta de madera.

Él pertenecía a una de las familias más distinguidas de Buenos Aires. El café era su refugio, un escape de la hipocresía que su familia le revelaba. Hasta le habían arreglado un matrimonio con una mujer que nunca había visto. O sí, quizá.

Dijo que escuchar la voz de ella lo transportaba a ese lugar donde quería estar.

―Su voz es tan hermosa que hasta tengo miedo del hechizo que provoca en mí.

Y siguió confesándole que en esa voz la sentía su propia sirena, y ya no podría escapar. Había quedado atrapado en un océano profundo de sentimientos.

Ella le dijo que lo veía siempre sentado en el mismo sitio, y que su mirada había ejercido un poder muy fuerte sobre su propio cuerpo.

Basilio, como temiendo no volver a verla, no se resistió más, y sorpresivamente la beso. Catalina se dejó besar y le devolvió el mismo deseo.

No sabían qué pasaría con sus vidas. Esa madrugada sellaron un amor prohibido.

 

Un relámpago en el balcón y la lluvia que cayó torrencialmente sobresaltaron y despertaron a Catalina, que dormía en el sillón. El comedor se iluminó por los resplandores de los incesantes rayos.

Mientras buscaba unas velas, la radio se prendió automáticamente y ella oyó sonar un tango interpretado por una mujer. Algo la hizo sonreír.

Tengo que cerrar, pensó. Y fue hasta el ventanal. Entre refusilos vio, en el balcón, la silueta de un hombre. Y supo que era él. Él, que buscaba con desesperación a esa voz, su voz.

 

De la antología Amarillo. Ser Seres ediciones 2017.

Imagen: Samuel Rimathé via Wikimedia Commons

 



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