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El sombrero cloche

Ese día que tanto había temido llegó: el retiro era un hecho.

Dora puso el agua a calentar y se dijo que ya no había vuelta atrás.

Aunque el despertador seguía repiqueteando a las seis, todas las mañanas ella se levantaba como si el tiempo no hubiera pasado. Costumbre que no pudo abandonar, aun sabiendo que había cambiado la rutina.

La vocación circulaba por sus venas como un río sin cause. Siempre supo lo que quería ser, y lo fue porque tenía propósitos: enseñar, contener y amar. Los niños le devolvían fuerza, entereza y ganas de seguir adelante. Porque a su marido, compañero de toda la vida, un día un fuerte dolor en el pecho lo había derribado para nunca más despertar. Y así, Dora quedó sola en el departamento de la calle Bacacay en el barrio de Flores. Tantos golpes en la vida habían hecho que aquellos pequeños terminaran siendo los hijos que no pudo tener.

El sonido de la pava hirviendo la devolvió al presente. La mano le temblaba y le costaba cebar el mate, todavía tenía el camisón puesto.

La televisión oficiaba de fondo. Sentándose a la mesa, escaneó el ambiente con la mirada, se detuvo en la biblioteca: un mueble intacto que la tecnología no pudo alcanzar. Ese mueble estaba lleno de libros de viejas ediciones y hojas amarillas que ella fue atestando a lo largo de toda su vida docente. Hoy le pareció un buen momento para explorarlo. Su otra pasión eran los cuentos y los poemas, le gustaba memorizarlos y recitarlos. Su favorita: Alfonsina Storni.

Con tanto tiempo en su casa —y al no tener a sus blancas palomas todos los días—, los libros se fueron convirtiendo en esos niños queridos que cuidaba y atesoraba; viajaba con ellos a historias fantásticas y a los versos más nostálgicos.

Y así pasaron los días, los años.

Ella siguió acompañada por los libros y por los ojos alegres de su marido que la observaba desde el portarretrato. A veces, la foto hacía de público, y Dora le recitaba poemas a él.

El encierro y sólo algunas salidas para buscar alimentos y la jubilación de todos los meses hicieron que un día, cuando viajaba en el subte, se levantara de su asiento y, olvidando adónde iba comenzó a recitar poemas de Alfonsina Storni.

Fue un impulso que tuvo, y se sintió liviana. No le dio vergüenza ni mucho menos, quería seguir haciéndolo. Había colmado su corazón de poesía.

Luego de un fugaz silencio, los pasajeros comenzaron a aplaudir.

Cuando el subte se detuvo en una estación, ella bajo rápido —con todo el orgullo— y se pasó al otro coche para hacer lo mismo. De a poco, esa acción se transformaría en un trabajo que podía hacer todos los días.

Su pollera rosada y una blusita blanca y el saquito para taparse la espalda del aire acondicionado del subte y un sombrero cloche le daban el toque distinguido para salir a recitar.

 

El encargado del edificio, todas las mañanas la saludaba amablemente, y la acompañaba hasta la vereda con una sonrisa. Pero, hacía unos días que no la veía, y se preocupó.

Así fue el lunes y el martes, hasta que se decidió a golpear la puerta del departamento. Llamó varias veces, y nada. Sólo oía la televisión.

Con dudas, fue hasta el cuarto dónde guarda todas sus pertenencias y, entre ellas, tenía la llave que Dora le había dado por cualquier eventualidad. Y se decidió a abrir la puerta.

La luz del sol envolvía el living. Por cuestiones que él no pudo entender, sentía aroma a jazmín. Observando todo, su vista se detuvo en el sillón. Y ahí la vio sentada, vestida con su traje de mañana y dormida. Un libro sobre el pecho de la anciana le llamo la atención.

La llamó desde lo lejos, pero ella no respondió. Lento, se fue acercando y muy suavemente le tocó la mano que sostenía el libro: fría. Y se dio cuenta de todo. El cuerpo estaba, pero ella ya había partido.

Por curiosidad, quiso ver cuál era el libro, uno de Alfonsina Storni. Estaba abierto en la página de un poema que decía:

 

Es que abrí la ventana hace un momento

y en las alas finísimas del viento

me ha traído su sol la primavera.

 

El portero imaginó la situación. Ella se había sentado a leer, con un leve suspiro se había llevado el poema al pecho, y se durmió.

Cuando volvió a mirarla, descubrió que los rayos del sol le habían grabado a Dora los versos en la piel.

 

 

De la antología Amarillo. Ser Seres ediciones 2017.

Imagen: Amedeo Modigliani via Wikimedia Commons



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