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Del 17 al 23 de mayo. Semana mundial del parto respetado.

Par tir me

Como una alumna perfecta, seguí todos los pasos que me habían enseñado en el curso de preparto, cuando el trabajo de parto comenzó a las cinco de la mañana. Caminé, me bañé, me senté de cuclillas. Conté el tiempo, cuánto duraba la contracción y cada cuánto eran, y hasta me di el lujo de enviar algunos mensajes para avisar que Felipe venía. ¡Ojo! Tenía que atender a mi cuerpo que me pedía calmarle el dolor, y yo obedecía firmemente. Hasta que llegó el momento de salir. Dejar el departamento, dejar la vida que era de dos, otra historia estaba a punto de empezar.

Semiacostada en la camilla de la clínica, estaba rodeada de voces desconocidas que acariciaban y apaciguaban a mi persona que cuando la contracción aparecía se arqueaba como una profesional del contorsionismo. Una ventana en ese cálido cuarto preparado y acondicionado para recibir a mi bebé por momentos se convertía en mi punto focal, si el dolor se intensificaba. El tráfico de la calle me devolvía a la realidad: la rutina de los médicos, mi obstetra y mi partera, un equipo maravilloso que supo domar a esta primeriza, mientras el ambiente se volvía amniótico.

Y el tiempo… el tiempo dejaba de cargar nueve lunas, su cuerpo dejaba el mío.

Parida. Dolorida, cansada, partida, cambiada. Modificada. Atravesada de cabeza a pies por este nuevo rol de mamá que portaría toda la vida. Mi yo se resignificaba, no era el mismo que había ingresado hacía unas horas, y mi cuerpo tampoco.

¡Lo logré!, repetía en la cabeza una y otra vez. Me había convertido en mamá. Y así, sin más, me despedía de la persona que había sido, y abrazaba y le daba la bienvenida a mi nueva yo. A esta yo temerosa, dudosa, obsesionada, inquieta, con miles de preguntas.

Ese momento, el de partirme en mil pedazos, marcó mi vida para siempre.



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